En el cementerio viejo, a través del muro roto,
Divisé el lugar donde de luz un rayo caía,
Que entre las negras nubes se colaba.
El lugar era un reflejo de abandono
Y aunque la tormenta se cernía
Por el roto entré, porque algo me llamaba.
La hiedra clavaba sus uñas en los poros
De las piedras que hermosas fueron un día
Y las hierbas y espinos todo lo llenaban.
Al final de un pasillo de nichos rotos
Dos lápidas la luz recibían,
Como si un celestial foco las iluminara.
Con reverencia en sus epitafios clavé mis ojos.
La primera, diez años más antigua, así decía:
“Te espero, la muerte no borrará lo que en vida te amaba”.
A su lado la otra decía con expectante tono:
“Perdona la tardanza, voy a ti amada mía”.
La tormenta a lo lejos tronaba.
Tras las tumbas dirigí mis ojos
Para ver dos cipreses que juntos crecían
Y contra natura sus copas entrelazaban.
De humedad se llenó mi rostro,
Aunque aún no llovía.
Un relámpago el cielo iluminaba.
A su luz recordé con asombro
Palabras que Quevedo escribía
Y sin ser consciente mis labios recitaban:
“Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, más tendrá sentido;
Polvo serán, más polvo enamorado”.
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