Bueno, aquí estamos otro día. Ya llegó la hora tonta; al final, cuando ya has recogido la cocina, puesto el lavavajillas, ayudado a hacer la mochila al pequeño (su beso de buenas noches que cada vez le cuesta más trabajo aceptar –y es que tiene casi 16). En fin, cuando todo el trajín del día parece haber acabado, tus hombros caen, tus ojos te escuecen y te duele la espalda, sin duda es la hora tonta.
Es la hora en la cual miras a tu alrededor y ves todo lo que te ha quedado por hacer, el montón de ropa para la plancha en tu dormitorio, esa ligera y delicada pátina de polvo sobre los muebles, que queda tan bien en las pelis de miedo pero que a ti te repatea los higadillos, etc., etc.
Es la hora en la que aunque no lo deseas, tu mente comienza a dispararte con pensamientos que mientras has estado ocupado has podido esquivar, pero que ahora te dan de lleno. Pensamientos sombríos, pesimistas, que te esfuerzas por evitar que se conviertan en desesperanza.
Es la hora en la que se revela tu verdadera condición: estás solo.
Mientras suena acompasada la música del lavavajillas, arrastrando las pantuflas (chanclas para los amigos) te diriges al lavadero, donde otro montón de ropa te recuerda que tienes que poner una lavadora (o dos). Te sientas allí, entre productos de limpieza y restos de antiguos juguetes, desde hace años olvidados, que como todas las noches te hablan, te recuerdan las risas de aquellos preciosos pequeños que fueron tus hijos. Y te duele, te duele mucho que no hayan podido seguir teniendo la vida tranquila y “normal” que tenían. Con movimientos lentos enciendes un cigarrillo y…recuerdas por qué es tan tonta esta hora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario