Nadie recuerda a ciencia cierta cuando llegó. Un día
estaba allí, o al menos, alguien reparó en su presencia. Estaba sentado en el
último banco del parque, ese que en aquél recodo recibe solo a mediodía el Sol,
al que no va nadie porque es umbrío y apartado. Sus manos juntas, los dedos
entrecruzados, sus pies descalzos y su mirada… no sabría cómo definirla. Su
mirada ausente, distante, sin brillo, como viendo algo que nadie más veía.
Al pasar los días, los vecinos comenzaron a expresarse
sus preocupaciones. ¿Quién es?, ¿qué hace ahí?, ¿será un peligro para los
niños?, ¿A qué hora llega cada día, que nadie le ve? ¿O acaso no se va, y pasa
allí la noche?
Siempre en el mismo lugar, siempre sentado con sus manos
cruzadas sobre el regazo. No era normal, sentenciaron los más lanzados, y había
que solucionarlo “por derecho”. Y así, varios vecinos, fueron en comisión y le
interpelaron; sus preguntas y sus razones cayeron sobre él como las hojas
marchitas del bien adentrado otoño. No consiguieron una sola respuesta, solo,
dijeron algunos, pareció que sus ojos se movían un poco.
Soliviantados por la falta de respuestas, decidieron
llamar a los agentes de la autoridad, ante ellos no tendría más remedio que dar
explicaciones y entonces comprendería que ese era “su” parque y que estaba
molestando y causando problemas.
Llegaron las fuerzas del orden. Una pareja que emanaba
autoridad y que puestos frente al extraño, con voz de mando, le conminaron a
contestar a sus preguntas y a identificarse… silencio, inmovilidad. Aumentaron
el tono y el volumen de sus exigencias –por si fuese sordo el interpelado y por
mantener la compostura ante los vecinos-, silencio, inmovilidad. Algún vecino
envalentonado comenzó a increpar, no se sabe muy bien si al extraño o a la
autoridad, pero el ambiente comenzaba a ser tenso. Los agentes, nerviosos, se
miraron y uno tomó su radio para comunicar con la superioridad. Después de un
parte concienzudo quedó en silencio. Las órdenes eran llevar al extraño al
cuartel si seguía negándose a sus requerimientos; y como así lo hizo tras
varios intentos en los que la autoridad utilizó todos los métodos al alcance de
sus ordenanzas, le comunicaron de forma imperativa que debía acompañarlos… silencio,
inmovilidad.
Después de cuchichear entre ellos decidieron usar métodos
más expeditivos, cada uno asió un brazo del insubordinado y trataron de
levantarlo, pero no se movió un ápice. Recuperados de la sorpresa pusieron más
empeño si cabe y nada pasó. Algunos vecinos ofrecían su ayuda mientras otros
daban voces dirigiendo la maniobra. Dignamente los agentes declinaron la ayuda
y volviendo a tomar la radio pidieron refuerzos.
Seis agentes más tarde se presentó el Jefe. Este constató
que sus agentes no eran tan torpes como había creído, sino que realmente no se
podía mover a aquel extraño. Era como si su cuerpo estuviese fundido con el
banco y sus pies con la tierra.
Los vecinos comenzaban a irse, se acercaba la hora de
comer, y las fuerzas del orden se pusieron en contacto con la municipalidad, la
orden era dejar un agente de guardia y esperar a que una comisión indagase los
aspectos legales de la cuestión. Así se hizo y todos se retiraron porque
anochecía.
El día siguiente amaneció soleado y el extraño, vigilado por
el agente de la última guardia, seguía impertérrito. Poco después llegó una
cuadrilla de trabajadores que en su camioneta llevaban toda clase de
herramientas, incluido un martillo neumático. Los vecinos recién desayunados
comenzaban a agolparse alrededor del perímetro delimitado por cinta amarilla.
El encargado de la cuadrilla estudió la situación, sopesó
al extraño comprobando que no era posible moverlo. Se arrodillo y examinó los
anclajes del banco y los pies del extraño, intentó introducir una fina lámina
entre estos y el suelo sin conseguirlo. Se rascó la barbilla mientras torcía el
gesto y dijo a las autoridades, que para entonces ya se habían congregado, que
la única forma que se le ocurría era arrancar el banco y cavar alrededor de los
pies para sacarlo con el cepellón. Los ojos de las autoridades se desorbitaron.
El encargado explicó que había sido empleado del cuidado de jardines municipales
durante años, y que así era como se trasladaban los árboles para impedir que se
dañasen sus raíces. Las autoridades estaban perplejas… alguno solo pudo
balbucear un “pppero…”, continuó la explicación diciendo que tras su examen y
análisis de la situación, había llegado a la conclusión de que el extraño
estaba “arraigado” tanto al suelo como al banco y que no veía otro modo de
moverlo.
En improvisado cónclave, haciendo corro en torno a la
máxima autoridad, decidieron que no era conveniente tomar decisiones, al menos
no de manera precipitada, y que habría que formar una comisión de expertos para
que informasen sobre las alternativas. Hicieron venir también a un médico que
certificó que el señor extraño se encontraba bien de salud y que no era
problemático dejarlo allí sentado.
Los vecinos tomaron aquella situación como una más de
tantas cosas para despotricar de las autoridades, se manifestaron, pusieron
pancartas, y con el paso de las semanas todo fue volviendo a la normalidad.
Semanas, si. El tiempo pasaba, la vigilancia se hacía cada vez más laxa, una
vez al día pasaban a ver que seguía allí, y los vecinos se iban acostumbrando a
su presencia.
El extraño no comía, no bebía, no se movía, pero poco a
poco se iba creando en torno a él un clima de familiaridad. Los niños jugaban a
su alrededor, algunas señoras le limpiaban regularmente las hojas que se le acumulaban
encima, una tomó como propia la tarea de zurcir los pequeños rotos de su ropa,
le peinaban y se sentaban a su lado a hablarle incansablemente, agradecidas por
tener alguien que las oyese.
El mal tiempo fue haciéndose más crudo, pusieron un bidón
de metal a su lado en el cual quemaban madera que acumulaban tras el banco. Le
hicieron un tenderete a modo de cobertizo con plásticos para evitar que se
mojase. Aquel banco se convirtió en el centro social del barrio y cada cual
hacía lo que podía para que el extraño se sintiese cómodo.
Las autoridades seguían estudiando el problema.
Pasó la Navidad, le habían iluminado con lucecitas de
colores y habían decorado con espumillón y adornos los árboles a su alrededor.
Las campanadas de fin de año se celebraron en el parque por primera vez. Allí
comieron sus uvas y cantaron y bailaron hasta la madrugada, y antes de volver a
sus casas fueron pasando frente a él, sonriéndole y saludando con la mano.
Los meses pasaron y la primavera comenzó con fuerza,
vigorizando el parque con un verde luminoso. Fue entonces cuando la encargada
del mantenimiento del extraño lo notó. Al principio no quiso alarmar a los
demás, pero cada día lo examinaba con más atención. Algo estaba cambiando.
La vecina, autoproclamada “encargada” del extraño no pudo
ocultar más su preocupación y llamó a asamblea a sus convecinos. Estos se
reunieron expectantes y les comunicó que llevaba días observando cambios en su
extraño, (“nuestro” corrigió alguien), ella continuó informándoles de cómo había
percibido primeramente un aumento del
tono rosado en sus mejillas, y el pelo, que había permanecido igual durante
aquellos meses había comenzado a crecer –ella lo había medido- y lo que
realmente era su mayor preocupación… le habían salido bultitos. Si, dijo que no
pensasen mal, bultitos por toda su ropa que crecían cada día. Cundió la alarma,
“a ver si se nos va a enfermar el extraño”, “y ahora que viene el buen tiempo”…
todos se acercaron y pudieron comprobar cómo su traje estaba repleto de suaves
abultamientos, pequeños como guisantes, repartidos de forma irregular.
Decidieron comunicarlo a las autoridades, para que viniese el médico, y durante
el resto del día le visitaron constantemente para asegurarse de que se
encontraba bien.
Pero el médico no llegó a tiempo…
Con las primeras luces del día la encargada del extraño
llegó como siempre para adecentar el banco y sus alrededores y para asearle
como era debido, aunque hoy la preocupación había hecho que madrugase más de lo
normal. Todos los utensilios para su labor cayeron al suelo cuando se llevó las
manos al rostro mientras trataba de gritar sin conseguir que saliese un solo
sonido de su garganta. Tras unos segundos de estupor corrió hacia el extraño,
entonces pudo gritar, mientras reía y lloraba a la vez. A pesar de las
tempranas horas y que era domingo el alboroto hizo que los vecinos fuesen
acudiendo, y quedando estupefactos.
¡El extraño había florecido!
Estaba cubierto de pequeñas flores azules que habían
perfumado aquel rincón del parque. El aire estaba cargado de perfume, de
exclamaciones, de risas y algún que otro adjetivo escatológico. Todo el día fue
una fiesta en torno al extraño florecido.
Pero como casi todo lo bueno… fue breve. El día siguiente
fue el más triste que recordaba el vecindario. El banco había quedado vacío,
si, si, vacío del todo. Solo algunas flores sobre el suelo y las huellas
impresas sobre el albero de aquellos pies que estuvieron allí arraigados eran
testimonio de que no había sido un sueño. Buscaron sin descanso, distribuyeron
panfletos con alguna foto que le habían hecho al extraño, pero nada se supo de
él. Desapareció como había aparecido.
Poco a poco se fue instalando entre los vecinos una
sensación extraña, no de pena, sino de expectación. Algo les decía que le
volverían a ver, que quizás al acabar el otoño volviese otra vez. Y allí
estarían ellos para recibirle.
Durante el resto de la primavera y todo el verano
siguieron viéndose en aquel rincón del parque, se reunían para hablar y
sentarse junto a las huellas que esperaban volviesen a ser pisadas por su
extraño. Ya no estaba, pero algo de él había quedado en aquel rincón… ¿o quizás
en cada uno de ellos?
¡Ah!, por cierto, la comisión de expertos está a punto de
dar su dictamen sobre la controversia de cómo mover a nuestro extraño amigo.
Este
banco un día fue árbol,
hasta
que alguien decidió
que
fuese madera.
Un
día fue brote verde
que
luchaba por ganar Sol.
Un
día fue semilla,
de la
vida promesa.
Hoy
es asiento maltratado,
posadero
de palomas,
solárium
para ancianos,
mobiliario
urbano
que
se seca y se cuartea.
Mas
un día fue árbol
donde
anidaron las aves,
donde
grabaron corazones
entre
besos los amantes.
Y un
día… un día
volverá
a la tierra,
se
hundirá en el húmedo seno
que
alimentó sus raíces.
Será
alimento,
sustancia
vital,
de
otras raíces sustento
y
volverá, en otra semilla,
en
otro árbol, en otra vida…
a
brotar.
¿Fin?